Página 1 de 1

En busca de la ciudad perdida de Lauro

Publicado: 12/Ago/2016 10:22
por MAXIMUS
este es el articulo que he leído en el "Pais digital"....... para los amantes de lo iberico

http://ccaa.elpais.com/ccaa/2016/08/10/ ... 81727.html

Re: En busca de la ciudad perdida de Lauro

Publicado: 12/Ago/2016 10:32
por ferrer
Gracias por el aporte.

Re: En busca de la ciudad perdida de Lauro

Publicado: 12/Ago/2016 18:20
por correcamino
- No Máximo, no. Lauro no está ni estaba perdida.

- Para mí que ocurre algo que desde años vengo viendo: ""enfádate conmigo"" Los catalanes se la quieren apropiar.

- Lauro está y ha estado toda la vida en San Miguel de Liria (VALENCIA).

- Un saludo republicano.

Re: En busca de la ciudad perdida de Lauro

Publicado: 12/Ago/2016 18:34
por MAXIMUS
jajajaja


como me voy a enfadar contigo Corre...si eres un o de mis republicanos favoritos


saludos

Re: En busca de la ciudad perdida de Lauro

Publicado: 12/Ago/2016 19:22
por correcamino
- Vaya hombre, hoy que quería yo pelearme con alguien.........

- - Bueno, voy a ver si soy capaz de colocar aquí uno de los capítulos de una novela que tengo escrita, y que trata: " el capítulo", precísamente de Lauro. Es algo complejo de leer sin conocer el contexto general, diré simplemente que la novela lleva por título "Los Manuscritos Lusitanos".







XLVI


Después de Kontrebia debo relatar lo que ocurrió en Lauro, ciudad situada entre los layetanos, pues los acontecimientos que allí sucedieron se encuadran dentro de esos sucesos que nunca se olvidan por el cúmulo de circunstancias vividas, todas de una intensidad emocional inimaginable.
Lo primero que Sertorio había decidido después de Kontrebia fue cercar y tomar Lauro, como pudo decidir cercar y tomar cualquier otra población de relativa importancia que se hubiera unido a la causa pompeyana, porque Lauro no estaba en nuestros planes de guerra. Pero se la cercó y se la tomó por el mero hecho de que Pompeyo había prometido la protección de todos los poblados que se le unieran, y había que darle a alguno de ellos un escarmiento para paralizar tan nefastas adhesiones para nosotros.
No se hicieron artilugios de asalto ni se intentó minar sus murallas, como se hizo en Kontrevia, simplemente nos trasladamos allí, ocupamos una colina próxima y nos dedicamos a propagar que íbamos a tomar la ciudad al asalto. Pompeyo, que no estaba lejos, no tardó en enterarse, y en cumplimiento de su palabra tardó menos en presentarse con todo su ejército en defensa de sus aliados. Astutamente, a pesar de su joven generalato, ordenó a sus tropas que acamparan detrás de nosotros en otra colina, de modo que sin esperarlo, nos vimos entre los defensores de Lauro, que de vez en cuando salían a atacar nuestras primeras líneas, y el ejército de Pompeyo, que al mismo tiempo atacaba nuestra retaguardia.
Los lusitanos, que desconocíamos los planes concretos de Sertorio, veíamos desde nuestra colina cómo Pompeyo, en la suya, se frotaba las manos, y le imaginábamos pensando en el momento de acabar con nosotros. Montado en su hermoso y enjaezado caballo, adornado con cabezales de oro y plata finamente labrados, arrogante de postura y de mirada, leíamos desde la distancia su pensamiento de desafío y reto: “¡Atacad, si os atrevéis!”. Desde las murallas, los de Lauro nos hacían gestos obscenos y nos lanzaban el mismo reto: “¡Vamos..., venid a por nosotros si es que tenéis lo que todo hombre debe tener entre las piernas”.
A pesar de nuestra incertidumbre, Sertorio se mantenía tranquilo y sonriente, e incluso le oí decir que ya le enseñaría a aquel imberbe general -discípulo de Sulla- lo que era estrategia militar, pues un verdadero general debía mirar más hacia atrás que hacia adelante. Pero sus palabras no nos conformaban a los demás, que no veíamos la manera de acabar con el cerco en el que nosotros teníamos a los de Lauro, ni de salir del que Pompeyo nos tenía a nosotros. Pero una tarde -sin saber entonces de dónde aunque ya lo explicaré más adelante-, se presentaron detrás de Pompeyo seis mil hombres de los nuestros. Ante esta situación, Pompeyo se vio obligado a su vez a mantener la posición, bajo el peligro de que el segundo anillo de Sertorio le asfixiara mortalmente.
Aquella misma tarde, Sertorio inició con los hombres de Lauro conversaciones de rendición sin condiciones. Éstos, al ver que Pompeyo no podía prestarles ninguna ayuda, comprendieron su situación y al día siguiente se rindieron, con el gesto habitual de hacer salir a un jinete desnudo con una palma en la mano.
A pesar de que Sertorio había obtenido la rendición incondicional de Lauro, condenó a los varones en edad de combatir a salir de la ciudad para ser deportados como esclavos. También condenó a la ciudad a ser quemada y arrasada hasta sus cimientos y, curiosamente, a que en lo sucesivo, las monedas que acuñaba con módulo romano y leyenda de Lauro, no llevaran un jinete armado con lanza, sino tan solo armado con la rama de palmera de sumisión.
Estoy convencido de que el hecho de que Sertorio decidiera deportar a los varones de Lauro y esclavizarlos, no lo hizo por malicia de instintos, a pesar de toda la malicia que manifestaría después. Tampoco creo que lo hiciera por venganza o lucro, simplemente lo hizo porque ese era el medio de alejar de esos campos de batalla a aquellos guerreros poco fiables para nuestra causa.
Que ordenara quemar y arrasar la ciudad hasta sus cimientos, era otro hecho que también podía considerarse ignominioso para un general al que se le ha rendido una ciudad sin luchar, pero Sertorio lo justificó aduciendo que esa acción era también parte de su estrategia militar, pues esa era la manera de demostrarle a las demás ciudades que se habían aliado con Pompeyo, que no habría piedad alguna, y que ni el propio Pompeyo, que había tenido que soportar ver salir de la ciudad a sus aliados encadenados hacia la esclavitud, se atrevería a mover un solo dedo en su defensa.
Pero aún ocurrirían más cosas en Lauro. Asuntos que me enfrentarían después violentamente con mi hijo Ablonio; asuntos que puede que otros cuenten, pero que yo quiero contar también ahora, por si ellos no fueran fieles a la diosa Verdad. Pero antes he de detenerme un momento para explicar de dónde salieron esos seis mil hombres que a su vez cercaron a Pompeyo, porque lo uno no es comprensible sin saber lo otro.
Como he dicho, Pompeyo había acampado a nuestras espaldas muy cerca de nosotros, advirtiéndonos de que, si tomábamos Lauro, él nos encerraría a su vez tras las murallas, y a las bajas que tuviéramos en el asalto de la ciudad, añadiría el resto al tomarnos a su vez. Por eso Sertorio no atacó directamente Lauro, pero tampoco podía retirarse porque Pompeyo le cerraba el paso. Se daba además la circunstancia de que ambos ejércitos sólo teníamos dos lugares para abastecer de forraje nuestras caballerías, y los dos ejércitos los vigilábamos, de modo que ni ellos ni nosotros podíamos hacerlo; pero un día Sertorio decidió dejar de vigilar el más alejado y, confiados los pompeyanos de que podrían forrajear y abastecer su caballería sin problema, enviaron allí gran número de hombres y animales de carga, protegidos por una pequeña escolta. Sertorio secretamente lo observaba todo y, cuando comprendió que los que forrajeaban no podrían ser ayudados por el resto, envió rápidamente a Octavio Graeciano con diez cohortes pesadas de infantería, y a Tarquitio Prisco con dos mil jinetes para que los sorprendieran a su regreso, les atacaran, les mataran y les arrebataran lo que habían forrajeado. Octavio y Tarquitio cumplieron bien su misión, pero enterado Pompeyo, que también vigilaba, envió allí toda una legión al mando de su legado militar Decimo Laelio.
Ante la presencia de tan numerosa tropa pompeyana, Tarquitio, con sus dos mil jinetes hizo como si se retirara en desbandada hacia la derecha y, Octavio, con sus infantes, como si se retirara hacia la izquierda, por lo que la legión pompeyana penetró por el centro, siendo así cogida en el medio, pues en un momento determinado, tanto la caballería de Tarquitio como los infantes de Octavio, cesaron en la supuesta huida a la desbandada y se dieron la vuelta, encerrando con sus dos magníficas formaciones a la legión pompeyana que, sorprendida y sin espacio para maniobrar, fue totalmente aniquilada. Hasta Laelio murió en el combate.
Destruida la legión y poco después del mediodía, se presentaron Tarquitio y Octavio detrás de Pompeyo. Éste, intentó enviar otra legión sobre los seis mil, pero Sertorio, abandonando por un momento el cerco de Lauro con algunas tropas, se hizo notar en otra colina, persuadiendo así a Pompeyo de atacar, so pena de caer en una nueva encerrona. Pompeyo perdió aquel día numerosos animales de carga, grandes bagajes y unos diez mil hombres, mientras que Sertorio se apuntó una gran victoria, y nuestros caballos y mi Ursaón, se hartaron del forraje que los pompeyanos habían cosechado.
Dije más arriba, que los asuntos de Lauro no terminaron con la deportación de los varones en edad de manejar un arma, pues ocurrió también que, mientras se arrasaba la ciudad, en la que ya solo quedaban las mujeres, uno de los legionarios romanos asió a una de ellas por detrás e intentó violarla de forma antinatural, pero la mujer se revolvió y, con un movimiento calculado, metió dos de sus dedos en las cuencas de los ojos del legionario, dejándole totalmente ciego. El frustrado agresor pertenecía a una de las cohortes del prepotente Perpenna, y el resto de la cohorte a la que pertenecía se vengó, no solo sacando los ojos también a la mujer, sino dedicándose a violar de forma sistemática a cuantas hallaron en su camino, sin reparar siquiera en la edad.
Cuando Audax, Glauko y yo sorprendimos a tres de ellos en una de las casas violando a unas jovencitas, y ante el aterrado, dolorido y asqueado rostro de las niñas, ninguno de los tres nos pudimos contener, pues todos en nuestras familias habíamos pasado por lo mismo, y de tres fuertes golpes matamos a dos de ellos y herimos gravemente al tercero.
Inmediatamente fuimos a pedirle a Sertorio que interviniera de forma radical en el asunto, pues si deportar a los varones de Lauro y arrasar la ciudad, era parte de la estrategia militar para sumar a nuestra causa a otras tribus, aquel proceder iba contra esa estrategia. Esto fue lo que expusimos ante Sertorio, aunque la auténtica verdad y nuestros verdaderos motivos para pedir el cese de aquella brutalidad, estaba mucho más dentro de nuestros corazones: estaba en las heridas aún no cicatrizadas de nuestras almas, en los recuerdos de otros hechos similares ocurridos en nuestros propios poblados.
Sertorio acabó con las violaciones de las mujeres de Lauro, pero cuando Perpenna se enteró de que algunos lusitanos habíamos matado a algunos de sus legionarios violadores, le pidió a Sertorio que le entregara nuestras cabezas y manos cortadas. Muchos sabían, y el legionario que dejamos herido lo confirmó, que habíamos sido los “Hombres de Allia” los que habíamos matado a los legionarios, y nosotros no lo ocultamos, por lo que quedamos en prevención a la espera de lo que decidiera Sertorio.
Durante todo ese día no pude comer ni beber ni estar con nadie, por lo que salí de Lauro un tanto mohíno y subí a la misma colina donde habíamos acampado durante el asedio. En la colina corría algo de aire, pero era un aire pesado y nada tranquilizador, por lo que me resguardé de él recostándome contra el tronco de un árbol. Desde allí se divisaban las cabañas aún humeantes, y los recuerdos de hacía ya muchos años se pasearon entonces por mi cabeza: el poblado de mis padres ardiendo, mi padre lanceado hasta la muerte y los gritos de las mujeres y de las niñas violadas. También, aunque yo no lo había presenciado, lo que había ocurrido en Arabis, cuando la muerte de katinia y de mis hijos e hijas, violados y muertos por romanos.
Ante las ruinas de Lauro volvieron a mi mente aquellos fuegos y hogueras romanas de mi infancia y juventud, y todos los recuerdos se hicieron tan presentes que dudaba de que no hubieran sucedido el día anterior, de que aquel fuego de Lauro no fuera el mismo fuego de mi poblado, de que aquellos romanos no fueran los mismos romanos asesinos de mi gente, y a partir de ese momento todo empezó a darme lo mismo, a no importarme ya nada, y que Sertorio me cortara la cabeza y se la entregara a Perpenna dejó de preocuparme.
Tal vez hoy no pueda explicar todo lo que sentí en Lauro, pero diré que mi alma cayó en el pozo de la tristeza y que dentro de él me sentí vacío. Seguir viviendo o morir era algo que ya no me importaba; las fuerzas que hasta entonces movían mi cuerpo se diluyeron como el humo de los fuegos de Lauro; el deseo de volver a ver a mis amigos y seres queridos se borró, incluso el deseo de tener una compañera a mi lado y en intimidad, también desapareció. Mi única apetencia era estar como estaba cuando estos sentimientos me invadieron: tumbado y sin hacer nada, con la mente y los ojos cerrados, sin pensar ni sentir.
Desde lo de Katinia y mis cuatro primeros hijos, la vida me había regalado cerca de veinte años. ¿Qué me importaban unos pocos más? Sabía que ellos me estaban esperando, tal vez allí, en aquella luminosa estancia de Lug, mirando al dios con rencor. Hace años que ya tenía abandonados a los dioses, que no creía en ellos, que no les rendía culto ni aportaba nada a los sacerdotes para sus bacanales religiosas ni para sus farsas. Ni siquiera había cumplido mi juramento, mi promesa divina y eterna de matar a cuanto romano se cruzara en mi camino. Del golem de Katinia dentro de mí, apenas si me acordaba, había tenido que ver la violación de unas niñas por bestias humanas para que estallara dentro de mí, para que se rebelara en mi interior.
Me sentía viejo, cansado, hastiado; veía que la vida y el dios Tiempo me iban derrotando poco a poco, y cada día pensaba más en el momento de la marcha hacia el infinito; había enterrado ya demasiadas cosas y quizá fuera el momento de enterrarme a mí mismo. Pensé que estaba llegando al final de mi vida y no sé por qué, recordé en esos momentos a mi ausente maestro de lo humano y lo divino, y le pregunté qué había conseguido de ella:
—¿Qué tengo, Kahtbad, maestro mío? ¿Qué tengo para justificar seguir viviendo?
—¡Tienes aún un hijo, Tancino!
No sé de dónde salió aquella voz que contestó mi pregunta, pero como me había dirigido a Kahtbad, mi viejo amigo y querido maestro, le seguí la conversación:
—Sí, me queda un hijo, un hijo que vive y respira su propio aire, un hijo romanizado... ¿Para qué quiero yo un hijo romanizado? ¿Y los otros cuatro que me están esperando ahí contigo?
—También tienes muchos amigos.
—Sí. Esos viejos y chiflados soñadores; tú sabes que tengo aún muchos más que ya se fueron, como tú, y que también me están esperando.
—¡Ay, Tancino, quizá tengas razón! No tienes nada o casi nada, porque en estos momentos no tienes ni el deseo de seguir luchando por tu vida; ni el deseo de volver a tu tierra a disfrutar de una ancianidad bien ganada después de una vida completa, y por no tener, no tienes ni siquiera el deseo de esperar tranquilamente tu turno de muerte. Quizá debas hacer ya el viaje hacia las estrellas, pero... quita por un momento ese cortante cuchillo de tu garganta y déjame un tiempo para meditar, un poco de tiempo para proponérselo a Lug y a los demás. Puede incluso que la muerte esté ocupada en estos momentos y no tenga tiempo para ti; no te adelantes, espera a que ellos decidan. ¡Ay, Tancino, qué cerril eres! ¡No has cambiado ni has aprendido nada a pesar de los años!
—Pero... ¿Es que ser siempre el mismo, es acaso un mal?
—No, pero tampoco es un bien no cambiar nunca.
No sé que pasó después, porque posiblemente me quedara dormido o ya lo estuviera desde el mismo momento en que me tumbé bajo aquel árbol de Lauro; pero el deseo de terminar con los días de mi vida, sin importarme en absoluto vivir uno más, fue una sensación nueva para mí. Que mi cuerpo siguiera sobre la tierra o que descansara bajo ella llegó a importarme poco o nada. Hasta entonces había sentido siempre miedo al trance final, pero ese día, en Lauro, dejé de temer a la muerte, tal vez porque presentía que la tenía ya muy cerca.
En la época de Lauro, aún se estaba consolidando que Sertorio impusiera su liderazgo sobre Perpenna, pues al disponer éste de mayor rango y de mayores fuerzas militares, el asunto no estaba del todo claro y, aunque Perpenna se había visto obligado por sus hombres a unirse a Sertorio, el que nuestras cabezas fueran cortadas y nuestras manos amputadas no dependía sólo de él. Yo estaba convencido de que Sertorio no nos entregaría. En todo caso, mataría o cogería los cadáveres de tres hispanos cualesquiera y se los entregaría, pues aparte de ser hombres de su confianza, habíamos sido nosotros los que le habíamos dado refugio cuando aún huía de Sulla; nosotros le habíamos abierto las puertas de Hispania y tendría que haber matado a otra mucha gente, a otros muchos de nuestros amigos, si nos mataba a nosotros. Si lo hacía, de su ejército desertarían miles de hombres y tendría que dar por perdida para su causa, al menos, a la Lusitania.
En esta ocasión, el comportamiento de Sertorio me admiró una vez más, pues, cuando regresé de la colina donde había deseado la muerte y donde había mantenido mi peculiar entrevista con Kahtbad, ya tenía presos y sujetos con estacas al suelo a la mayor parte de los legionarios de la cohorte de Perpenna que habían participado en las violaciones de las mujeres de Lauro y, estando nosotros presentes, ordenó a algunos de sus libios más fieles que los decapitaran y les fueran amputados sus miembros viriles. Después ordenó que las cabezas y los miembros amputados los introdujeran en unos sacos. Eso fue lo que le envió a Perpenna.
Los que llevaron los sacos contaron después que habían visto a través de los ojos de Perpenna su alma, y que la vieron tan fría como la de un magistrado cuando firma una sentencia de muerte. Sertorio había hecho bien alejando a todo latino de su guardia personal y confiado su seguridad sólo a los hispanos que habían realizado el sacro juramento de sacrificar su vida a su muerte, pues la cabeza de Sertorio, no solo desde que Metello la pusiera en precio, sino también desde que Perpenna recibiera los sacos en Lauro, podía darse por separada del cuerpo.
Para terminar la historia de Lauro diré que Pompeyo se retiró de allí impotente y, mientras se alejaba con sus tropas medio derrotadas, interrogué a Sertorio de por qué lo dejaba marchar, por qué no entablaba allí mismo una batalla definitiva. Su respuesta, de que por el momento era suficiente y de que sería mejor esperar a que Lauro diera sus frutos, no me convenció, como no me había convencido nunca dejar que la liebre salte si puedes cazarla en el encame. Ante mi insistencia e incluso atrevimiento, de decirle que si él no acababa en esos momentos con Pompeyo, lo íbamos a hacer nosotros, fue tajante: me recordó lo de Dipo y lo de las colas de los caballos, por lo que no tuve más remedio que agachar la cabeza, dar media vuelta y desistir de mi petición. Pero algo en mi interior me decía que tenía que haber otras razones ocultas más poderosas para no atacar allí a Pompeyo en esos momentos de debilidad. Me acordé entonces de la carta secreta de la que Ablonio me había hablado, sin embargo y por aquél entonces, todavía no conocía su contenido. Me ajusté a las indicaciones de Sertorio, pero en los días siguientes algo me seguía diciendo que debían de existir razones ocultas más poderosas para dejar escapar a Pompeyo. Y vaya si las había. Ignorante de mí y para mi pesar, no las supe entrever.


.... Algo largo es.... Saludo.

Re: En busca de la ciudad perdida de Lauro

Publicado: 13/Ago/2016 19:03
por nactanus
Me temo , correcamino, que si piensas que Lauro está en la província de Valencia tendrás que cambiar tu propia novela, muy entretenida lectura por cierto.
Mal vamos si escribes que Lauro estaba en la Layetania y luego opinas en el foro que no está por esos lares...
Buen intento de provocación, :-D

Re: En busca de la ciudad perdida de Lauro

Publicado: 14/Ago/2016 14:57
por Laie
Todos sabemos que se repiten frecuentemente los nombres de las ciudades ibéricas. Existen dos Konterbia, dos Segóbriga, dos Uxamas, etc .. .Puede ser este el caso con Lauro o puede que no, porque actualmente el Tossal de Sant Miquel de Llíria se cree que alberga los restos de la ciudad ibérica de Edeta.

Pero si estamos hablando de la Lauro que emitió moneda en el siglo I - II a C. es evidente que no estamos hablando del oppidum de San Miguel de Líria, sinó del importante asentamiento ibérico de Puig Castell de Cánoves-Samalús en la comarca del Vallés Oriental.

Perdida la ciudad no está, lo que está por excavar, y aparte del tesorillo publicado aparecido en sus inmediaciones, son conocidos hallazgos esporádicos de monedas de Lauro ases i divisores.
Estoy convencido que las excavaciones actuales y futuras solo harán que confirmar esta atribución.



Se habló ya del tema en:

viewtopic.php?f=3&t=8098

Re: En busca de la ciudad perdida de Lauro

Publicado: 07/Oct/2016 12:31
por Ricardo
Este fin de semana, en Ágora Historia, un programa de una radio online, entrevistaron a Marc Guàrdia, arqueólogo de este yacimiento.
Se puede escuchar aquí:
Ágora Historia nº160

También vale la pena recuperar este hilo que abrió Laie, hace bastante:
La ceca de LAURO

Re: En busca de la ciudad perdida de Lauro

Publicado: 21/Ene/2020 09:17
por elespacha
Necesitamos en este foro sin duda más aportes iguales a este!